Desde hace tiempo llevo observando un fenómeno que es muy habitual. Personas que en su tierna infancia pisaron un conservatorio, una escuela de música, una clase particular de canto o de trompeta, qué más da, y salieron despavoridos. O lo que es mucho peor: no pudieron salir despavoridos porque sus padres no se lo permitieron, haciéndoles terminar el curso, incluso el ciclo, “como dios manda, hombre”.
Una profesora que gritaba, pánico a cantar solo la lección ante el resto de la clase, unas exigencias desmesuradas en relación con la edad/capacidad/intención del niño, unas lecciones abstractas y aburridas, unas obras difíciles y poco atractivas para el alumno, un maestro que se burla y humilla a un compañero…
Sea lo que fuere, algo les marcó en su más tierna infancia y a raíz de ello cogieron una especie de odio, miedo, manía a la música como disciplina artística. Algunos de esos factores pudieron ser pedagógicos, como todo lo referente al respeto al alumno, la paciencia, la forma de enseñar… Si nos fijamos bien, esto es extramusical, pero no impide que al final provoque un rechazo a la música. Otros factores sí que fueron musicales.
Y hoy, esos niños, son padres. Y proyectan aquella sombra en sus propios hijos. Desde madres y padres que guardan un claro recuerdo negativo de sus clases de música (“yo no le voy a hacer pasar por eso”, “qué horror las clases de música, ¡lo mal que lo pasaba!”), hasta otros a los que de manera más inconsciente se les ocurre una decena de actividades antes que plantearse la música. En cierta manera, esto es injusto para sus hijos. Los están privando de una experiencia que posiblemente sea satisfactoria.
Pero si identifican este trauma personal como tal (como trauma y como personal) tienen la oportunidad de ayudar a sus hijos a encontrar la manera sana y feliz de abordar la música, o el aprendizaje musical. Que aprender música sea una gozada y no un suplicio. Además estos padres y madres que por desgracia lo pasaron mal por culpa de sistemas de enseñanza duros y obsoletos, por suerte tienen bien claro qué es lo que no quieren para sus hijos. Es buena oportunidad para buscar otros sistemas, otras enseñanzas, otras actividades musicales más allá de las más “típicas” o académicas.
Y sobre todo, estas personas a las que su niño interior les llora por aquel trauma adquirido, tienen la gran oportunidad de hacerse algunas preguntas. ¿Escucho música en mi tiempo libre? ¿Canto bajo la ducha? ¿Se me van solos los pies con según qué ritmos? ¿Voy a conciertos? Si alguna de las respuestas es sí, disfrutan de la música. Por tanto, ¿por qué no lo van a hacer sus hijos? ¿No se están perdiendo una de las cosas más divertidas de la vida?
Si a ti no te gustan las lentejas, estoy segura de que no privarás a tus hijos de la posibilidad de comerlas. Es más, te alegrarás de que puedan disfrutarlas. ¡Pues eso!
También los adultos “musicalmente traumatizados” pueden aprovechar para quitarse esa espina, y hacer algún tipo de actividad relacionada con la música, de una forma amena, sin pretensiones más allá de pasarlo bien o echarse unas risas… Sin duda esto sería toda una terapia para superar sus miedos y fobias.
Y sin duda, los profesionales de la música, una vez más, debemos plantearnos cómo es posible que haya tal cantidad de personas que consideren aprender música como “un horror” o “un aburrimiento”. Aunque la educación musical va cambiando, la realidad es que lo hace muy lentamente. Ésta debe transformarse y plantearse diversos objetivos, diversos estilos de músicas, y por supuesto que existe un alumnado muy diverso.
Entre todos (familias y profesionales), seamos el cambio que queremos ver. Construyendo, sumando, disfrutando y dejando disfrutar.
¡Feliz curso a todas y a todos!